sábado, 28 de agosto de 2010

Letras


Tomó el libro. Buscó la hoja señalada para seguir leyendo. Para su sorpresa la hoja tenía en blanco la mitad de todas las líneas. No recordaba que estuviera así el día anterior. Pasó rápidamente las hojas que aún no había leído. Todas estaban igual.

coronel Aureliano Buendía, o
quedó trabajando con Aureli
que habían llegado a la casa
ranta lo recordaban muy bien


No pudo seguir leyendo. Se preguntó dónde estarían las letras. Supuso que tal vez se habían caído cuando tomó el libro. Buscó por el piso mientras retomaba el camino hacia la mesa de luz. No las vió. Encendió la lámpara e iluminó debajo de la cama. No las encontró. Tal vez se habían escondido entre las rendijas de las maderas tarugadas. Tanteó con las manos. Pero no estaban. Se dio por vencida. Sentada en el piso con la espalda apoyada en el costado de la cama rodeó las rodillas con sus brazos y apoyó la cabeza.
Una brisa fresca proveniente de la ventana la sacó de su desolación. Las cortinas blancas se hinchaban con un suave vaivén. Giró la cabeza, allí estaban las letras, bailando sobre la tela translúcida. Mientras saltaban unas sobre otras formaban distintos mensajes. Ana leía en un estado de arrobamiento. Se levantó, subió a la silla ubicada frente a la ventana, trepó al alfeizar, arrancó las cortinas. Y voló.

El Túnel


Juan caminaba distraído por la avenida. Al pasar frente a la excavación que estaban realizando por la ampliación de la línea de subterráneos, se acercó para echar un vistazo.
Al asomarse para ver el fondo del pozo, las llaves con las que venía jugueteando cayeron en la enorme abertura. No había ningún operario trabajando. Juan vió que unos barrotes hacían las veces de escalera, y se decidió a bajar. A medida que descendía la luz se fue atenuando. Cuando llegó al fondo, miró hacia arriba y le pareció que la profundidad era mayor a lo que había creído.
En la oscuridad y tanteando en la tierra, encontró el manojo de llaves. Cuando quiso subir, la campera le quedó enganchada. Con dificultad se dio vuelta para liberarla, unas maderas cedieron, Juan trastabilló y se apoyó en una superficie rústica y húmeda. Lo embargó la emoción de haber descubierto uno de los túneles que se extendían por debajo de la ciudad vieja. No lo dudó. Extendió ambos brazos y siguió los costados ásperos del túnel. Cuando un desnivel casi lo hizo caer, se lamentó de no haber comprado la linterna que le habían ofrecido en el tren. De ahí en más, tomó la precaución de ir adelantando un pie y un brazo para evitar sorpresas. Aquí y allá Juan oía el eco de sus pisadas, tocaba líneas de agua que corrían por las paredes, pisaba algunos charcos, sus manos a veces se raspaban o pinchaban con alguna aspereza o se pegoteaban en sustancias viscosas.
Varias ratas pasaron junto a sus pies, un aleteo pesado le hizo pensar en murciélagos. En algunos tramos, un vaho pestilente le causaba náuseas. Cuando un cosquilleo de telarañas le rozó la cara, le resultó difícil despegarlas y le produjo un escalofrío. A pesar de que el aire se iba enrareciendo a medida que avanzaba, Juan estaba maravillado con su aventura.
Estaba calculando que había caminado unos doscientos metros, cuando una brisa refrescó su rostro. Se alegró. El final del túnel debía estar cerca. Oyó un sonido monocorde y apagado que se fue convirtiendo en voces entonando un cántico. Su mano chocó con algo de madera. Buscó los bordes y empujó en varias direcciones. Se abrió una entrada y Juan pudo ver con cierta dificultad que se encontraba ante unos viejos peldaños de piedra. La luz era muy tenue pero notó que los escalones ascendían hacia un pasadizo que terminaba en una puerta de donde provenía la luz. Se detuvo. Dudó un momento. No sería una gran experiencia si llegaba hasta esa puerta y no se atrevía a entrar. Empujó suavemente la puerta. Un temblor recorrió todo su cuerpo. Frente a él, dentro de las naves que recubrían las paredes rústicas de piedra, se amontonaban huesos y calaveras. Había encontrado una cripta antigua. Se sorprendió de que estuviera alumbrada por antorchas. Un olor agridulce hizo volver su mirada hacia un costado. En una especie de horno se veía un cadáver semi consumido por la cal que lo cubría.
Juan podía oír los latidos de su corazón que repercutían en su cabeza. Comenzó a retroceder cuando chocó contra algo. Temblando giró la cabeza. Dos monjes le cortaban el paso. Uno de ellos cerró la puerta por la que Juan había ingresado y la aseguró con gruesas cadenas y un candado. Juan se preguntó si estaba soñando. Los monjes con vestimentas oscuras, descalzos y encapuchados, le indicaron mediante ademanes, que pasara a la sala contigua. Juan los siguió como un autómata mientras trataba de convencerse de que seguramente allí le explicarían dónde se encontraba. Entró tímidamente detrás de los monjes. Cientos de velones iluminaban el lugar. En el centro, un viejo altar de madera oscura ricamente tallada, y a su izquierda, monjes encapuchados ocupaban altos sillones que, ubicados en tres niveles, simulaban una especie de tribuna. Juan notó que había tres sillones vacíos. Uno de los anfitriones lo presentó con el nombre de Gabriel. Ese no era su nombre y ni siquiera se lo habían preguntado. Los monjes descubrieron sus cabezas rapadas en señal de aceptación. Entre los rostros adustos que clavaban sus miradas inquisitivas en su endeble figura, Juan notó que las edades variaban, pero que todos los ojos eran como de hielo y los movimientos pausados parecían corresponder a una sola orden.
Los monjes volvieron a cubrir sus cabezas. Se interrumpió el silencio con el roce de las pesadas túnicas, cuando todos se pusieron de pie. Entrelazando las manos comenzaron a rezar en un tono monocorde. A pesar de su conmoción, Juan pudo comprender que estaban dando las gracias por volver a ser veinticuatro.