viernes, 13 de abril de 2012

Canto marino


Cada madrugada Rodolfo subía a su lanchón y partía mar adentro. Cuando amanecía se regocijaba de haber escogido ese trabajo. Consideraba mágico ver el sol asomando en el horizonte, pintando de colores la aurora, extendiendo sus rayos dorados sobre el agua. Entonces comenzaba la invariable tarea de buscar el lugar propicio y arrojar las redes. Día a día disfrutaba de la algarabía de las incansables gaviotas revoloteando alrededor del bote. Le gustaba su vida.
Al mediodía recogía las redes esperando una buena pesca. Acostumbraba arrojarle los peces chicos a las aves que le agradecían con sus graznidos estridentes.
Al regresar, descargaba sobre el muelle la preciosa carga con la que se ganaba el sustento.
Vació los cestos. En el último algo no terminaba de caer. Miró distraídamente para quitarlo pero detuvo su mano al mismo tiempo que el corazón pareció saltarle del pecho. ¿Qué era eso que lo miraba entre asustado y desafiante? No era un pez, ni nada que se le pareciese. Miró esos ojos insertos en un rostro que parecía humano. Luego bajó la mirada por ese cuerpo diminuto de color cetrino que se convertía en pez a partir del vientre. Se alejó con el cesto. Nadie debía verlo. Tenía que devolverlo al mar lo más pronto posible, antes de que… antes de que. ..Con sorpresa notó que ese ser extraño respiraba con facilidad y que no dejaba de mirarlo. Definitivamente no era un pez.
Caminó por el espigón evitando las miradas de los curiosos. Inclinó el cesto para que el ocupante pudiera ver el mar y comprendiera su intención. Notó que las diminutas manos se aferraban al borde para no caer y asomó la cabeza. La pequeña boquita se abrió y un canto profundo resonó invadiendo el espacio.
El canto persiguió a Rodolfo día tras día, noche tras noche, año tras año. Y su último suspiro fue un débil sonido parecido a un extraño llamado.