Malena estaba
cansada de que la gente mayor del pueblo la siguiera llamando Caperucita Roja.
Eso pertenecía al pasado, cuando de niña usaba ese tapadito con capucha para
abrigarse durante el invierno. Si su madre no hubiese encontrado la tela roja
en el viejo baúl, bien podría haber sido Caperucita verde, azul, o rosa.
Y esa historieta
de su desobediencia, la canastita y el lobo feroz, era otra pavada. Pero no
tenía sentido machacar sobre el tema con toda esa gente (de la cual quedaban
pocos) de una generación sometida y frustrada.
Se tiró en la
cama y encendió su ipod. La música la sumió en un ensueño y sin darse cuenta
volvió a esos años felices cuando acostumbraba a cruzar el pequeño bosque para
ir a tomar la merienda y hacer la tarea con su
abuela. Recordó los árboles añosos, el canto de los pájaros, las flores
silvestres que juntaba en ramilletes para adornar la mesa. Entonces el aire era
fresco y puro, el viento invernal le coloreaba la punta de la nariz y las
mejillas. Sintió pena al darse cuenta que
toda esa naturaleza había sido invadida por el asfalto, el barrio cerrado y el
nuevo shopping.
Y lo del lobo
feroz, había sido José el jardinero del pueblo que quiso asustarla con una
máscara que usaba carnaval tras carnaval. Luego de una carrerita persecutoria
entre gritos y risas habían llegado juntos a la casa de la abuela. Golpearon
varias veces porque la anciana estaba un poco sorda. José no se sacó la máscara y cuando la abuela
finalmente abrió le dieron un buen susto. Pero el susto luego se lo llevaron
ellos, cuando la abuela tomó la escoba y emprendió a golpes contra los
intrusos. Pasaba por allí el guardián del bosquecito quien tranquilizó a la
abuela y aclaró las cosas.
Aunque todavía
enojada, la abuela convidó a todos con un rico chocolate y las masitas que
Malena le había llevado para merendar.
Tiempo después
basado en el Alzheimer de la abuela, comenzó a circular la historia que por
bizarra se expandió rápidamente. Malena sonrió, apagó el ipod, y se durmió.