miércoles, 17 de octubre de 2012

Caperucita siglo XXI



Malena estaba cansada de que la gente mayor del pueblo la siguiera llamando Caperucita Roja. Eso pertenecía al pasado, cuando de niña usaba ese tapadito con capucha para abrigarse durante el invierno. Si su madre no hubiese encontrado la tela roja en el viejo baúl, bien podría haber sido Caperucita verde, azul, o rosa.
Y esa historieta de su desobediencia, la canastita y el lobo feroz, era otra pavada. Pero no tenía sentido machacar sobre el tema con toda esa gente (de la cual quedaban pocos) de una generación sometida y frustrada.
Se tiró en la cama y encendió su ipod. La música la sumió en un ensueño y sin darse cuenta volvió a esos años felices cuando acostumbraba a cruzar el pequeño bosque para ir a tomar la merienda y hacer la tarea con su  abuela. Recordó los árboles añosos, el canto de los pájaros, las flores silvestres que juntaba en ramilletes para adornar la mesa. Entonces el aire era fresco y puro, el viento invernal le coloreaba la punta de la nariz y las mejillas.  Sintió pena al darse cuenta que toda esa naturaleza había sido invadida por el asfalto, el barrio cerrado y el nuevo shopping.
Y lo del lobo feroz, había sido José el jardinero del pueblo que quiso asustarla con una máscara que usaba carnaval tras carnaval. Luego de una carrerita persecutoria entre gritos y risas habían llegado juntos a la casa de la abuela. Golpearon varias veces porque la anciana estaba un poco sorda.  José no se sacó la máscara y cuando la abuela finalmente abrió le dieron un buen susto. Pero el susto luego se lo llevaron ellos, cuando la abuela tomó la escoba y emprendió a golpes contra los intrusos. Pasaba por allí el guardián del bosquecito quien tranquilizó a la abuela y aclaró las cosas.
Aunque todavía enojada, la abuela convidó a todos con un rico chocolate y las masitas que Malena le había llevado para merendar.
Tiempo después basado en el Alzheimer de la abuela, comenzó a circular la historia que por bizarra se expandió rápidamente. Malena sonrió, apagó el ipod, y se durmió.

      


El cantante


Te veo sumergido en la penumbra. Invisible detrás de la indiferencia de la gente. Y vos,  impasible a las risas, a las voces, al ir y venir, al ruido de los platos y los vasos, a la máquina de café. Parado ahí, bajo la tenue luz del foco, frente a todos, frente a nadie, frente a la nada. Solitario, viviendo gota a gota las letras que desgranás como lágrimas que van cayendo a tus pies.

Otra noche como tantas, refugiándote en la música que casi nadie escucha. De vez en cuando un lánguido aplauso te sorprende. Y agradecés con un leve movimiento de cabeza.El repertorio se repite como un carrusel de vivos colores en tu vida gris. Y le cantás al amor que te defraudó, a la mujer que sé que no tenés, a la ternura que te fue esquiva. 

Desde un rincón sombrío te observo. No me ves. No sabés de mi presencia. Pero acá estoy todas las noches que anuncian tu presentación. Oigo tu voz dulce, cálida, que llega como un bálsamo que intenta en vano cubrir las heridas. Acaso pensás que tu soledad es única.  En esta cárcel de cemento a nadie le importamos. No somos lindos, ni jóvenes, ni afortunados. Tal vez, no sé, algún día me anime a salir del rincón para pedirte que me dediques una canción. Alguna que hable de esperanza, de compartir un camino, de no resignarse a dejar de soñar un futuro. Entonces podré contarte que te conozco, y quizás me reconozcas detrás de mis canas y mis arrugas.

sábado, 7 de julio de 2012

Imaginá una playa

Imaginá que una tarde nublada decidís caminar por la playa. Está desierta. Te agachás a palpar laarena. La estrujás entre los dedos. Está húmeda. Levantás la vista. Es la hora en que las gaviotas revolotean buscando alimento. Llegás hasta la orilla, te descalzás y mojás tus pies en la espuma. El sonido de un aleteo cercano te produce escalofrío. Te das vuelta. El ave ladea su cabecita y sus ojos, como dos pequeños botones negros, se clavaban en los tuyos. La espantás pero sigue mirándote. Te desafía inmóvil en la arena húmeda. De pronto, lanza un graznido áspero y estridente. Y una bandada de otras aves se acerca. Por un instante tapan el cielo. Que está gris. Parece como si se viniera una tormenta. Algunas rozan tus cabellos, otras vuelan en círculos formando una especie de espiral de plumas. Corrés. Intentás abrirte paso con los brazos cruzados frente a tu cara. No podés ver nada más que plumas, patas y picos ganchudos que se te clavaban en la piel y te desgarran la ropa. Te dejás caer boca abajo sobre la arena. Los graznidos se van alejando y suspirás con alivio. Intentás levantarte pero una ola te golpea. Y volvés a caer. Y el agua salada te arde las heridas. La ola se retira y sentís cómo la arena se socava debajo de tu cuerpo. Te das cuenta de que te lleva mar adentro. Tratás de evitarlo. Hundís las manos en la arena como para aferrarte. Pero el mar te arrastra. Golpe tras golpe, las olas no te permiten ponerte de pié. Cuando el agua te cubre del todo tratás de nadar. No podés. Mirás el cielo. En lo alto, la bandada de aves vuela en círculos. Esperando. Listas para comenzar el banquete.

La piedra aún está en su mano

La piedra aún está en su mano. La gira varias veces. Palpa la superficie áspera e irregular. Piedra, arena, la misma arena del desierto que ama. Ha calculado la distancia y la fuerza necesaria. La mano derecha ha trazado un arco hacia atrás. Baja los párpados para ver aquellos ojos verdes que le han hecho tanto daño. Una piedra. Pero habrá muchas más. Tantas como tantas fueron sus mentiras, sus juramentos, sus pecados. Todo su cuerpo se tensa. Siente como la piedra se desprende de la mano. Siente como la piedra vuela, como atraviesa el aire con fuerza, impulsada por su ira, por su hombría herida. Dibuja un trayecto perfecto y se abre paso en la tarde bajo un sol implacable. Aprieta los labios y piensa en la humillación y la crueldad. La mano que arrojó la piedra se crispa en un espasmo. Entonces reacciona. Mira la piedra que cae sobre la superficie plana y calma del lago. Rebota y vuelve a rebotar. Es como el corazón de quien no pudo ser, que irremediablemente se hundirá en el tiempo oscuro del olvido.

viernes, 8 de junio de 2012

El insólito caso del italiano que perfumaba el barrio

Se llamaba Pascual. Recorría el barrio en una extraña bicicleta. Llevaba en la parte trasera un enorme bidón. Del bidón salía una manguera que Pascual sostenía por encima de su hombro izquierdo. El extremo de la manguera tenía una llave y un rociador que le permitía a Pascual esparcir a su voluntad una finísima lluvia. Lluvia de perfume con el aroma de su Italia natal. Pascual añoraba volver a su tierra. Pero allí, en el pequeño paese, solamente quedaba soledad y miseria. Eran años malos y la bonanza se encontraba aquí, en la América. Trabajaba de zapatero, encorvado en su labor, el olor al cuero le era familiar, pero cuando salía del pequeño cuarto, los olores que invadían el conventillo lo volvían a la realidad, a esa realidad que le apenaba el corazón. Por eso decidió inventar el perfumador. Y allí salía repartiendo el aroma de la campiña en un Buenos Aires húmedo, pegajoso, con calles de adoquines, barro y cemento. Al esparcir la fragancia, lo rodeaban cientos de mariposas y la bicicleta se elevaba en el aire. Desde allí podía ver el castello, la piccola Chiesa, las callecitas intrincadas, las rejas engalanadas con malvones floridos, y más allá, entre la arboleda y por el camino de tierra, a un pastor conduciendo un rebaño de ovejas. Cuando sus manos y su vista no le permitieron remendar más zapatos, notó que le quedaba poca esencia para repartir. Cargó lo poco que quedaba en el bidón y recorrió las calles. En una esquina cualquiera encontraron la bicicleta con el bidón vacío. Pero a Pascual no volvieron a verlo. Aún hoy, de vez en cuando, cientos de mariposas de colores invaden el barrio y luego cae una fina llovizna con perfume a lirios, olivos y limoneros.

viernes, 13 de abril de 2012

Canto marino


Cada madrugada Rodolfo subía a su lanchón y partía mar adentro. Cuando amanecía se regocijaba de haber escogido ese trabajo. Consideraba mágico ver el sol asomando en el horizonte, pintando de colores la aurora, extendiendo sus rayos dorados sobre el agua. Entonces comenzaba la invariable tarea de buscar el lugar propicio y arrojar las redes. Día a día disfrutaba de la algarabía de las incansables gaviotas revoloteando alrededor del bote. Le gustaba su vida.
Al mediodía recogía las redes esperando una buena pesca. Acostumbraba arrojarle los peces chicos a las aves que le agradecían con sus graznidos estridentes.
Al regresar, descargaba sobre el muelle la preciosa carga con la que se ganaba el sustento.
Vació los cestos. En el último algo no terminaba de caer. Miró distraídamente para quitarlo pero detuvo su mano al mismo tiempo que el corazón pareció saltarle del pecho. ¿Qué era eso que lo miraba entre asustado y desafiante? No era un pez, ni nada que se le pareciese. Miró esos ojos insertos en un rostro que parecía humano. Luego bajó la mirada por ese cuerpo diminuto de color cetrino que se convertía en pez a partir del vientre. Se alejó con el cesto. Nadie debía verlo. Tenía que devolverlo al mar lo más pronto posible, antes de que… antes de que. ..Con sorpresa notó que ese ser extraño respiraba con facilidad y que no dejaba de mirarlo. Definitivamente no era un pez.
Caminó por el espigón evitando las miradas de los curiosos. Inclinó el cesto para que el ocupante pudiera ver el mar y comprendiera su intención. Notó que las diminutas manos se aferraban al borde para no caer y asomó la cabeza. La pequeña boquita se abrió y un canto profundo resonó invadiendo el espacio.
El canto persiguió a Rodolfo día tras día, noche tras noche, año tras año. Y su último suspiro fue un débil sonido parecido a un extraño llamado.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Ideas


Le ocurrió cierto día. Mientras se peinaba notó una protuberancia en el cuero cabelludo. Separó los cabellos y vio como le nacía una idea. Era linda. Se le deslizó por la camisa, el pantalón y anduvo dando vueltas por todos lados hasta que se acurrucó y se quedó dormida.
Cuando esa misma mañana Raúl llegó a la oficina, contó que tenía una idea. Lo miraron asombrados, lo felicitaron y lo siguieron mirando de reojo mientras se disponía a archivar los legajos apilados.
Durante los próximos días fueron muchas las ideas que le nacieron. Algunas buenas, otras viajaban a la luna, cinco eran azules, dos redondas, pero las que más le gustaban eran las que tenían sabor a pimienta. Su pequeño departamento había tomado vida. Raúl se sentía feliz, hasta había pensado en comprarse un traje de color claro, pero aún no sabía qué hacer con tantas ideas que continuamente salían de su cabeza.
Preocupado, lo comentó con el único compañero con el que intercambiaba una que otra palabra. De respuesta obtuvo como consejo que eligiera aquellas ideas más fáciles de realizar y las procesara. Raúl no entendió bien, pero no se atrevió a preguntar.
Al abrir la puerta de su departamento, tantas ideas lo confundieron de tal forma que estaba completamente mareado. Supuso que se habían procreado entre ellas porque además de haberse multiplicado, se habían transformado en cuadriculadamente rojas, divertidamente elásticas, aburridamente pegajosas o brillantemente simpáticas.
Aturdido, trató de recordar la palabra que le había sugerido su compañero. De pronto “procesarlas” vino a su mente. Como no tenía procesador, tomó la vieja licuadora. Vertió todas las ideas, puso la tapa y presionó el tercer botón. Risas, gritos, llantos, insultos salieron del artefacto hasta que devino el silencio. Apagó y desconectó la licuadora. Un líquido tornasolado ocupaba el interior. Sacó la tapa y volcó el contenido en un vaso. Un fuerte golpe en el departamento vecino lo sobresaltó. Reaccionó con un movimiento torpe y no pudo evitar que el vaso se cayera. El vidrio se partió en cientos de astillas. Ante su mirada incrédula, el líquido se escurrió mansamente buscando la rejilla. Estaba irremediablemente perdido.
Se sintió raro, vacío, solo. No quiso cenar y se tiró a dormir. Por la mañana se peinó reiteradamente frente al espejo separando por mechones los cabellos. No había nada. Se puso el saco gris, suspiró, salió cabizbajo y cerró la puerta.