miércoles, 24 de noviembre de 2010

Recuerdos


De vez en cuando a uno le dan ganas de tocar el violín. Sube al desván, busca la caja, sopla el polvo. Allí está. Mi tesoro durmiendo sobre terciopelo rojo. Uno vuelve al ayer. A los ensayos. A los aplausos. A tus ojos verdes. Vuelve a tomar el violín. En sus brazos es como un niño que se duerme recostado en el hombro izquierdo. Pero entonces uno no puede. Mis manos tiemblan y vuelvo a dejarlo en la caja. Pero ahora la caja es un ataúd. El terciopelo rojo es sangre que cubre mis dedos, sube por mis brazos y se materializa en tus manos que te defienden y me ciñen el cuello. A uno le falta la respiración. Siente que se ahoga.
El reloj de péndulo marca las once campanadas. Suficiente para que uno vuelva a la realidad. Baja las escaleras hasta el último peldaño y allí se desploma. Entonces toma su cabeza encanecida entre las manos. Uno ya no quiere oir los aplausos, ni tu voz pidiendo perdón, ni los gritos, ni las sirenas.
Uno se levanta y arrastra los pies hacia la cocina. Abre la canilla para enjuagarse la sangre. Los caños se estremecen. Y oye los últimos sonidos que salieron de tu boca. Mi boca amada. Y la canilla se cierra. Y llora.

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